Tenía
más de 100 años, más de un siglo sobre su longevo esqueleto. Ya hace tiempo que dejó atrás su juventud pero aun se la veía robusta, capaz de
soportar cualquier arremetida.
Desde
hace casi tres décadas ya no se dedicaba al que durante toda su vida había sido
su trabajo. Ahora sus cometidos eran otros, mucho más llevaderos que los de
entonces. La vida de las personas para las que trabajaba condicionó la suya
propia y cuando pasó a desempeñar labores menos importantes también perdió la
atención que se merecía. Aquellos que debíamos velar por su salud no fuimos
capaces de ver que tras su recia presencia se escondía la fragilidad que va
imponiendo el paso del tiempo. No fue ingratitud la que nos llevó a dejarla a
su suerte, solo una impresión equivocada, su aparente resistencia nos engañaba.
El mal estaba escondido en su armazón y solo nos dimos cuenta de ello cuando ya
la había vencido.
Por
suerte ella no es un ser humano, es una construcción en piedra y madera, una
“tená” como decimos en Asturias, una “palleira” como dicen en su tierra, y el
daño tiene remedio. Ahora sí que está en nuestra mano volver a darle parte su
esplendor perdido, aunque solo sea como agradecimiento a la ayuda que prestó a
nuestra familia, albergando entre sus paredes, bajo su ahora derruido tejado,
año tras año la hierba que debía alimentar durante cada invierno al ganado que
procuraba el sustento de nuestros antepasados. También por todos los recuerdos
que guarda de nuestra niñez. Verla llenarse en pocos días, al comienzo del
verano, hasta rebosar de heno traído en rústicos carros de madera de los que
tiraban yuntas de vacas, era nuestro parque de atracciones, saltar sobre la
hierba, deslizarse por ella cual tobogán mientras descargaban el forraje en su
interior. Volverá a recuperar su figura porque no se merece acabar siendo una
ruina derruida sobre el suelo. Por lo menos, aun no.