jueves, 14 de julio de 2011

Un día cualquiera.



Siete de la mañana. Como cada día el maldito despertador le sacaba de ese apacible sueño que acababa de conciliar hacia muy poco tiempo, o al menos eso le parecía. La noche, como todas, no le procuraba el descanso esperado, el sueño reparador no era más que eso, un sueño. Su cabeza no paraba de dar vueltas a cualquier asunto, no le permitía mas descanso que intermitentes momentos de letargo en las escasas seis horas que dejaba para poder lanzarse a los brazos de un Morfeo esquivo.


El primer pensamiento al despertar siempre era para maldecir a ese aparato que le arrancaba del apenas conseguido placido respiro. Un segundo después lo único que ocupaba su mente era buscar algún motivo por el que verdaderamente mereciera la pena abandonar el lecho. Rara era la mañana en la que lo encontraba. Solo la monotonía se imponía a la hora de recorrer mentalmente el futuro cercano y eso no ayudaba mucho, la tentación era abandonarse otra vez a la búsqueda del ansiado descanso.

Las obligaciones -esas que mueven el mundo a falta de motivación para hacerlo- se impusieron y se incorporó dispuesto a realizar el ritual diario para comenzar la jornada. Con movimientos ya automáticos a base de repetidos día a día, se aseó, se vistió y almorzó.

 Cuarenta y cinco minutos después salía por la puerta de casa con la misma alegría que un cordero lleva al matadero. Le resultaba tremendamente duro enfrentarse a la rutina. Nada de lo que probablemente haría durante las próximas veinticuatro horas sería diferente a lo acontecido veinticuatro horas antes. 

¿Donde quedaba la vida imaginada? ¿Dónde estaba esa felicidad tan ansiada, tan soñada? Sí, dicen que la felicidad permanente no existe, solo son instantes de ella, ráfagas de placidez las que se pueden pretender y él se conformaría con eso. Sin embargo esa misma búsqueda desesperada de una vida plena le impedía disfrutar de la vida real, pero… ¡lo tenía tan cerca! al alcance de la mano. Sabía cual era el remedio a todo su pesar y, sin embargo, el destino  -siempre hay que buscar un culpable- se oponía a que la tranquilidad, el sosiego, la quietud reinase en su devenir. Eso era lo que más le perturbaba, ese muro infranqueable que separaba una vida de otra, esa ínfima distancia entre ellas que resultaba imposible de superar. 


De cuando en cuando, un pequeño empujón procurado por algún ángel que se apiadaba de él, le hacía saltar al otro lado y le permitía saborear apenas una cucharada de esa miel dulce que eran sus sueños. Al regresar -siempre regresaba-  todo seguía igual. 

Se apeó del vagon, había llegado. Su lugar de trabajo quedaba cerca. El viaje fue un fiel reflejo de su existencia, el mismo recorrido, las mismas estaciones, los mismos pensamientos para llegar al mismo sitio, un lugar en el que estaba por obligación y responsabilidad.

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